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El medio ambiente y los seres vivos son estructuras multidimensionales. Estos sistemas se componen de múltiples elementos entre los que se establecen complejas relaciones. Componentes que, lejos de mantenerse estancos, obedecen a las leyes de la jerarquía biológica y se mantienen activos gracias al flujo constante de energía, materia e información, en un equilibrio dinámico, contrario al postulado de Nernst o tercer principio de la termodinámica, pues su adecuado funcionamiento requiere conservar el orden. Así, para mantener este equilibrio, aparecen una serie de sistemas de regulación, identificados con la homeostasis, en el caso de los organismos vivos; y con la resiliencia, en el caso de los ecosistemas, que permiten la adaptación dentro de un rango de variabilidad en las condiciones ambientales. Todo ello necesario para mantener la funcionalidad de los sistemas.
Cuando se analiza el estado de salud de un organismo vivo se recurre a la medida de determinados parámetros, estrechamente ligados al medio interno, que informan acerca de su estado fisiológico, del funcionamiento de los sistemas vitales. Por otra parte, en el caso de los ecosistemas, es necesario establecer medidas indirectas, a través de los elementos que los configuran, como en el caso de la biodiversidad, que hace referencia a la variabilidad ambiental, de especies y genética. De este modo, es posible establecer el estado de salud de un ecosistema a través de la medida de la diversidad de especies que forman parte de las poblaciones que lo configuran. Esto significa que altas tasas de biodiversidad muestran una elevada complejidad y madurez ambiental, por tanto, un ecosistema saludable. Por otro lado, un sistema con escasa diversidad puede encontrarse en riesgo de degradación porque se ha producido una alteración en el equilibrio de sus componentes.
La principal causa de pérdida de biodiversidad está asociada a la degradación y pérdida del hábitat, que puede venir de la mano de la sobreexplotación de los recursos, para cubrir las necesidades o, muchas veces, el egoísmo humano; la entrada de especies invasoras, que desplazan o acaban con las autóctonas, pues salen de su espacio geográfico natural y se adaptan a las condiciones ambientales favorables de otras regiones; la creciente contaminación, cuya velocidad de entrada en los sistemas impide la aparición de procesos de tolerancia; y, finalmente, el cambio climático, que supone la alteración de los principales parámetros ambientales, temperatura y precipitación, que contribuyen a desdibujar los límites y las características de los biotopos, creados a partir de toda una serie de condiciones y relaciones establecidas, en el planeta Tierra, tras millones de años de evolución. Todos estos factores, que alteran, degradan y afectan a la biodiversidad, y por ende a la salud de los ecosistemas, forman parte, en un sentido más amplio, del denominado cambio global. Una dinámica, acelerada por la acción antrópica, que impide la adaptación de los sistemas ecológicos y está conduciendo a la sexta gran extinción planetaria. De hecho, al período geológico del tiempo presente se le ha bautizado con el nombre de Antropoceno, lamentable honor que se puede atribuir en exclusiva al ser humano.
La pregunta que debemos formular es cómo se relaciona la salud de los ecosistemas, la tasa de biodiversidad, con la salud humana y, más concretamente, con el incremento del riesgo de enfermedades zoonóticas. Es un hecho demostrado que las altas tasas de biodiversidad, de manera frecuente, ayudan a reducir la transmisión de patógenos presentes en la naturaleza y, por tanto, limitar el riesgo de exposición de las poblaciones humanas, la fauna y el ganado. Esto se debe, en primer lugar, a que muchos de los patógenos no son selectivos, pues infectan a hospedadores de manera generalista, ya que se trata de infectar al mayor número posible de especies para mantenerse en el tiempo. En segundo lugar, cada una de las especies puede responder de modo diferente a la infección, con distintas estrategias de adaptación y transmisión. Las especies hospedadoras, que actúan como reservorio de la infección, suelen ser abundantes, con una madurez sexual temprana; muestran una amplia distribución espacial, por sus características de especie generalista; y no ven mermadas sus poblaciones frente a los impactos, pues poseen adaptaciones que las hacen resilientes a las perturbaciones naturales y antrópicas. Por esta razón, cuando se reduce la biodiversidad de un área, los hospedadores aumentan su abundancia relativa frente al total de especies, lo que favorece la pérdida del efecto de dilución que aparece, de manera natural, en una comunidad altamente biodiversa.
Un ejemplo de la necesidad de mantener los ecosistemas saludables, con cadenas tróficas complejas y funcionales, para que puedan cumplir con la importante función de contención de patógenos, la tenemos en la presencia del buitre. Este animal, que vivió un grave declive, a principios de la década de los años 2000, por la prohibición de abandonar reses muertas en el monte, pues podían ser foco de la enfermedad de las vacas locas, junto a la transformación, o incluso desaparición, de la economía rural tradicional, propia de nuestros agrosistemas, y ligada a una ganadería extensiva, es reconocido como uno de los elementos que ayudan a mantener la salud de los ecosistemas. Su organismo se ha convertido en el medio perfecto para la eliminación de animales muertos y carroña, lo que supone, al mismo tiempo, la eliminación de múltiples patógenos que podrían, de manera potencial, afectar a la salud de los seres humanos y otras poblaciones de animales sin este tipo de adaptaciones. Su papel en los ecosistemas de todo el mundo es altamente relevante, desde un punto de vista sanitario, para la prevención de muchas enfermedades, pues son capaces de alimentarse de carne en descomposición donde aparecen numerosas poblaciones de microorganismos, que pueden llegar a ser tan letales como el ántrax; o altas concentraciones de toxinas, como la botulínica.
Por todo lo anterior, más que un aviso o una recomendación, se convierte en una auténtica necesidad la conservación de los ecosistemas y la biodiversidad asociada a los mismos. La pérdida de biodiversidad supone una importante reducción de la habilidad de los ecosistemas para proporcionar servicios ecosistémicos fundamentales, como mantener el estado sanitario de los espacios naturales y, por tanto, colaborar en la reducción de la prevalencia de enfermedades infecciosas. Es necesario recordar que muchas de las especies, que actúan como hospedadoras de patógenos, están adaptadas a estos microorganismos, pues han evolucionado con ellos. Así, la desaparición de los hábitats, ocupados por estas poblaciones, que conviven de manera natural con estos patógenos, supone que entren en contacto, directa o indirectamente, con las poblaciones humanas y sean vehículo de transmisión de enfermedades. No es difícil encontrar referencias a la aparición de enfermedades infecciosas emergentes, que permanecían acantonadas en especies animales del medio natural, y, curiosamente, coinciden con regiones geográficas deprimidas, o con una elevada densidad de población humana, donde se han producido importantes cambios ambientales en dicho entorno natural, como la deforestación para la introducción de agricultura y ganadería intensivas, o la entrada masiva de personas, en espacios vírgenes, para la explotación minera o la extracción de otros recursos. Es imprescindible ser generosos y respetar el equilibrio y la salud de los ecosistemas, pues de ello, en buena medida, dependerá nuestra vida y la de las generaciones futuras.
Dr. José Emilio Martínez Pérez
Responsable de la Unidad de Cartografía Ambiental y Profesor asociado del Dpto. de Ecología – Universidad de Alicante
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