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Había que atender a los casos urgentes y luego a todo lo demás. La idea de que en una emergencia lo primero es actuar ante lo urgente hace que cuestiones como las desigualdades de género o de renta, las situaciones de las minorías, los problemas psicológicos o las enfermedades crónicas queden desatendidas 1. Esto podría ser un dilema parecido al de los sistemas de triaje : a veces lo importante no es urgente y se puede atender después, pues puede esperar, mientras que hay elementos no tan graves que merecen atención temprana. Tiene lógica, es un buen argumento y es un criterio que permite tomar decisiones. No obstante, puede que el modelo del triaje no esté bien planteado en el caso de una pandemia.
Y es que hay al menos dos aspectos a reflexionar sobre este dilema. El primero, tiene que ver con la propia definición de la idea de urgencia, el segundo, se refiere a la forma en que se contraponen los elementos en un dilema.
Con respecto a la idea de urgencia, las pandemias, como cualquier otra emergencia, no ocurren en un espacio vacío, ni son hechos aislados e independientes, sino que se producen en el espacio social, donde las personas que lo componen presentan todo tipo de circunstancias y condiciones que agravan el impacto de la pandemia. Esto implica que la atención a lo urgente empieza mucho antes de que el hecho se produzca. En este caso, para la mayoría, lo urgente fue atender a una pandemia mundial, que incrementaba de forma estrepitosa las tasas de mortalidad conforme más avanzada era la edad, sobre todo en población institucionalizada (en especial en residencias de personas mayores, pero no únicamente, pues también se observaba en personas previamente hospitalizadas o en prisiones).
Esperemos no tener que afrontar una nueva pandemia en un plazo temprano, pero es posible que lo urgente en un futuro indeterminado se produzca por la erupción de un volcán, por un temblor de tierra, una inundación, una guerra, el colapso o el hundimiento de una o varias actividades económicas y, si no por un nuevo virus biológico, quizá sea por un virus informático o accidente nuclear. Muchos de ellos improbables, sí, pero de gran impacto.
Sin embargo, lo urgente, recuérdese, se manifiesta sobre un espacio ya construido, con todas sus características. Si este espacio se caracteriza por ser altamente desigual, da igual el fenómeno social, atmosférico o epidémico que genere la urgencia, lo que ocurrirá a continuación es completamente previsible: los grupos sociales con una mejor posición social, que acumulen recursos y poder en dichas estructuras sociales, conseguirán minimizar los impactos de tal urgencia (algunos incluso pondrán hasta beneficiarse de la misma, aunque este es un tema que debe ser abordado en otra ocasión o en sede judicial). Por su parte, los grupos sociales mal llamados vulnerables, en realidad, los grupos que sufren situaciones de vulnerabilidad debido a que el sistema de estratificación les acuerda menos recursos, oportunidades y poder, padecerán de forma más grave las consecuencias. Si la emergencia es por un terremoto o una pandemia, los elementos concretos de afectación variarán, pero siempre con la forma de gradiente en el impacto en salud, esto es, cuanto peor sea la situación social, peores los efectos sobre la salud. En definitiva, aunque lo urgente tiene apariencia de situación puntual, aguda o coyuntural, lo que explica sus impactos es de largo recorrido, estructural, previo y, por tanto, hay todo el tiempo del mundo para abordarlo, siendo la mejor estrategia, la anticipatoria o preventiva, esto es, la de minimizar ex ante esas diferencias en el acceso a los recursos, oportunidades y servicios de los que depende las posibilidades de desarrollar una vida saludable.
La segunda parte del dilema se refiere al conflicto entre lo urgente y la atención a las formas de desigualdad relacionadas con las distintas variables de estratificación social (género, clase, etnia, grupo migratorio, edad, discapacidad, orientación sexual, etc.). Vimos que la urgencia dictó que el sistema de salud se convirtiera en un sistema COVID-19, dejando prácticamente pospuesta o desatendida la atención a cualquier otra cuestión que no fueran las personas afectadas por el virus del SARS-CoV-2. El objetivo era salvar el mayor número de vidas, sin mirar si se trataba de hombres, mujeres, su color de la piel o cualquier otra característica social. Sin embargo, el resultado fue, entre otros, la agudización de la crisis de cuidados, la mayor exposición de los grupos en las peores posiciones de la estructura social, la acumulación sinérgica de COVID-19 y otras condiciones de salud, la aparición de nuevas brechas en la atención sanitaria (en otros motivos, por su súbita digitalización) y un abanico amplio de situaciones de desigualdad que cada vez está mejor descrito en la literatura 2. La mejor forma de haber evitado todo esto lleva a lo descrito en la primera parte, pero una vez inmersos en una crisis y reconociendo que se produce en un mundo social marcado por la desigualdad, ¿qué se podía haber hecho mejor? No hay respuesta corta a esta pregunta, pero se puede aplicar el principio de Gandhi que indica que “el camino es la meta” (“the way is the goal”), esto es, la atención sanitaria, incluso la urgente, siempre ha de hacerse la pregunta de cómo conseguir equidad o, si se prefiere algo más sencillo, plantearse ¿qué pasa con las mujeres? ¿estamos llegando a todos los grupos?, etc. Y para ello se han de revisar las pautas institucionales que generan desigualdad, entre ellas, por ejemplo, el racismo institucional 4.
Daniel La Parra Casado
Profesor Titular del Departamento de Sociología II- Universidad de Alicante
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